29 El matrimonio duró 22 años y terminó en llamas. Pero no fue del todo baldío. En las horas suaves, Paz apoyó el talento de su esposa. Tuvieron una hija, Helena; fueron una pareja dorada, crecieron en fama. De algún modo lo tuvieron todo y todo lo perdieron. Aunque desdichado, aquel matrimonio fue literariamente fructífero. La correspondencia entre ambos comprueba que se trataban como pares: se admiraban, se apoyaban, se leían. A finales de los cuarenta, Paz empezó a mantener relaciones con la pintora Bona Tibertelli. Y Garro se enamoró locamente del escritor argentino Adolfo Bioy Casares. El naufragio del matrimonio era evidente. Nada lo podía salvar. Sin embargo, aun en lo más profundo de su desamor, Paz siempre mantuvo un hilo de admiración hacia su primera esposa. Admiró a su mujer, que no dejaba de asombrarlo, mejor dicho de inquietarlo y desazonarlo hasta despeñarlo al fondo del infierno. Su proximidad al PRI y su servicio secreto, y, sobre todo sus errores ante la matanza de Tlatelolco, la volvieron una escritora maldita. Repudiada por el núcleo de la intelectualidad mexicana, se autoexilió con su hija. Nueva York, Madrid, París. Durante 20 años sobrevivió a duras penas, haciéndose perdonar con su infinita capacidad de seducción. El éxodo terminó en 1993, sin embargo, pese a los años transcurridos el odio a Paz seguía allí. En cualquier caso, la vuelta de Garro a México, lejos de toda gloria, fue crepuscular. Pasó sus últimos años en un miserable piso de Cuernavaca con su hija, rodeada de gatos franceses y mexicanos, alimentándose de largos sorbos de café, su tiempo tocó a su fin. El tabaco la minaba, el enfisema ahogaba su voz. Apenas podía respirar. El 22 de agosto de 1998 murió de cáncer de pulmón. Cuatro meses antes lo había hecho Octavio Paz. Hasta el último día le odió. A Elena Garro no le importó lo que dijeran otros, luchó por ser autónoma y procuró conservar su autenticidad. Se liberó de atavismos y, al mismo tiempo, logró otorgar otro matiz a la condición femenina.
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